jueves, 10 de mayo de 2012

EL LASTRE

     Los días se habían convertido en un macabro juego de azar. Las horas eran escupidas sin piedad por un bombo cruel que parecía esconder en su vientre las bolas que coincidían con su boleto. 

     "Lo siento. Siga probando, espero que tenga suerte. Buenos días"

    "Suerte" Empezaba a sonar a palabra maldita para "el Chino". Desde hacía seis meses, todo el mundo lo animaba y se la deseaba como si no fuese posible encontrar otra solución para él. Pero "el Chino" no precisaba de la puta suerte. Solo necesitaba un empresario que dedicase unos minutos a leer el contenido del currículum y no prejuzgase intenciones en función de su pasado. El pasado, una vez, fue un maremoto que engulló su irreprochable reputación. Han pasado muchos años ya, pero por más que pasen esa playa costera no recuperará nunca del todo su pretérito e impoluto esplendor.

     "El Chino" entretiene los intervalos vespertinos en el bar frente a la pensión que le da cobijo provisional. La primera deja siempre un poso amargo y protesta porque no soporta el sabor algo acedo y metalizado.        

     " Este no es el de siempre, Germán, no me jodas". Después, uno tras otro, caen los tragos del indigesto mejunje casero que le venden por "Rioja" al tiempo que su realidad se va disipando. Comparte barra con cualquier alma perdida eventual, ríe, llora, finge que escucha, habla, frecuentemente discute y si es inevitable se pelea. 

     Hoy Germán ha tenido que volver a invitarle a salir. No pagó las últimas dos copas. Sabe que es cliente habitual y que no se va a escapar del hostal pero "el Chino" ha vuelto a tener que escuchar la cantinela. 

     " La casa no ha tenido por uso fiar al cliente en ciento veinte años de servicio y no va a hacer una excepción contigo por muy fiable que seas. No lo hizo con el gran escritor...." 

     " No se qué de Bradomín, sí lo sé. Acabas de perder un cliente... y esta vez lo digo en serio. Buenas noches", balbuceó "el Chino" de un modo ininteligible y tan pausado que las palabras le sirvieron de puente entre la puerta del bar y la de su hostal.

     Por las noches luchaba consigo mismo por no pensar. Acercaba la nariz a la áspera y raída sábana y respiraba fuerte aquel olor a desinfectante, como si pretendiera colocarse. Pero siempre le venía a la mente su pequeña Rebequita. Sabía que estaba bien por Tito, el mayor, que accedió a charlar con él un rato el día que salió. Pero le dejó claro que ambos se las había arreglado muy bien solos y que no necesitaban que nadie les viniese a enturbiar la paz que tanto habían tenido que pelear por su causa.

     En la mesilla, entre sus pocas pertenencias, conservaba la cuchilla improvisada con filtros de colillas que "el Mellao" le regaló como recuerdo el día que salió. Nada aseguraba que no pudiese fabricar otra pero era buena señal que se desprendiese de ella. Todavía recuerda la sangre por toda la habitación y sus ojos asustados. Menos mal que llegó a tiempo y pudo apretar lo suficiente para contener la hemorragia al tiempo que gritaba para que los guardias acudiesen. El cabrón de "el Mellao", vaya susto que les había dado a todos. Esa era su auténtica familia. Las horas de patio discutiendo de política, los talleres donde soñaban con aprender un oficio para mantenerse el día en que recuperasen la libertad... Esta es la libertad que buscó durante más de veinte años... ¿y ahora qué? Lloraba mientras sujetaba la frustrada arma del suicida. La decisión estaba tomada.

     "El Chino" paseaba aquella mañana por una de las más opulentas calles de la ciudad. Cualquier sitio parecía bueno pero se aseguró de elegir el que menos sufriría las consecuencias de su acción. Saco la barra de hierro que escondía en la gabardina y la emprendió a golpes con el escaparate de la joyería que presumió tendría el mejor seguro. Mientras afanaba todo el material que abarcaban sus grandes manos dejó escapar una sonrisa de satisfacción. Probablemente la primera sonrisa desde que salió con la condicional.

     "La alegría que se va a llevar "el Mellao" y el resto cuando se enteren", pensó mientras se metía decenas de anillos de oro en el bolsillo. Cuando supuso que era suficiente para sus propósitos, "el Chino" se sentó en el suelo a esperar a la policía. Estaba totalmente relajado pero impaciente por volver a ver a sus compañeros.

     






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