lunes, 26 de diciembre de 2011

ANTES DEL ALBA


Comencé a caminar, pisando indefectiblemente la deforme y grotesca silueta que el imperfecto alumbrado de mi calle provocaba al proyectar en mi cuerpo su hosca refulgencia. A pesar de salir abrigado, podía sentir la venganza del otoño ordenando al pelotón de fusilamiento atravesarme los huesos con su lacerante humedad, como molesto ante su inminente ocaso estacional. La climatología no forma parte de ninguna de las tres variables que me obligan a utilizar el automóvil en mi día a día así que continué el gélido paseo sin plantearme ninguna alternativa mejor.

Nada más doblar la esquina, en Genaro de la Fuente, atisbé las primeras muestras de vida matutina. Pasé sigiloso, conteniendo la respiración, tratando de evitar que el aliento se me escapase para no llamar su atención. Ellos esperaban pacientes, medio adormilados, probablemente escuchando cualquier emisora mariana al calor de la calefacción pero yo..., yo sabía que si notaban mi miedo se abalanzarían sobre mí y me obligarían a ser transportado en el interior de sus dominios. No estaba dispuesto a pagar aquella carrera así que solo solté el vaho cuando al mirar hacia atrás dejé de ver las luces verdes indicadoras de disponibilidad. Ralenticé el paso, satisfecho, sabiéndome libre de una conversación trivial y probablemente de algún que otro susto circulatorio.

Continué mi camino por Llorones abandonando la Travesía de Vigo para seguir cuesta abajo por Urzáiz. En mi ciudad, son típicas (más bien diría tópicas) las continuas críticas de muchos visitantes y convecinos que señalan entre sus defectos los infinitos repechos que se reproducen por sus calles pero a mi parecer es muy injusto que la gente, sobre todo esos que más se lamentan, se olviden de alabar sus virtudes cuando les toca bajarlos. Descendiendo, con la gracilidad de la doble de la Portman, observé a la altura del legendario Bar León cómo cuatro agentes de la ley, haciendo uso de su entrenamiento psicológico, trataban de contener a una enfurecida muchacha enfadada que no entendió las buenas maneras del camarero cuando, por su bien, se negó a servirle la última copa de la noche. Dicen que la chica, totalmente ebria, la emprendió a golpes con el local, tirando las sillas de la terraza contra los cristales y rompiendo la máquina de chicles de la entrada. Yo no recuerdo haber visto nada roto pero debió de ser grave la maniobra porque, siguiendo mi trayecto, subía otra patrulla, así que es posible que entre los seis consiguiesen calmarla por las buenas.

Proseguí mi itinerario. No tardó en aparecer frente a mí un zombi, con la cara desencajada, el cuerpo desgarbado y la vista perdida en el vacío. Serpenteaba de lado a lado de la calle, subiendo de forma irregular. Yo avancé convencido, manteniendo la línea recta y dispuesto a no dar marcha atrás. A medida que avanzaba, aumentaba el número de zombis que venían hacia mí pero conseguí pasar de largo sin apenas contratiempos, salvo alguno al que tuve que esquivar con negativas tras detectarme y pedirme tabaco entre balbuceos. LLegué a la zona de copas de Churruca, en la que los camareros iban echando el cierre y los muertos vivientes se veían en la calle sin saber qué hacer y sin creerse del todo que la noche había terminado para ellos.

Más abajo, casi en el cruce con Colón, el viejo trotamundos que llevaba todo el mes pernoctando en la entrada de una galería comercial se desentumecía el cuerpo con premura. Se había quedado dormido y estaba haciendo esperar a los transportistas del supermercado cuya paciencia no convenía importunar. El lugar era lo suficientemente profundo para mantenerlo aislado de gran parte del viento que se levantaba aquellas noches que empezaban a ser invernales y no era buen momento para ponerse a buscar otro sitio en el que cobijarse. Suerte que estos se entretenían observando cómo una mujer bajaba de su vehículo, sacaba una caja de cartón vacía y sin el menor pudor la llenaba de tierra con la que conformar una base para trasplantar parte de la vegetación que adornaba una de las jardineras municipales. Un hombre que paseaba a su labrador le llamó la atención advirtiendo que las plantas eran de todos y que llamaría a la policía y la mujer, introduciendo la caja llena en el maletero del vehículo, le respondió que solo estaba cogiendo su parte y se marchó sonriente y orgullosa.

Cerca de mi destino, un grupo de noctámbulos calman el hambre provocada por la noche de fiesta y excesos en una pequeña bocatería de la calle Uruguay. Unos cincuenta metros más adelante, me sobrepasan por ambos lados corriendo a toda velocidad, cruzando García Barbón con el semáforo en rojo, sin mirar y entre gritos de "sin pá". Veinte minutos después de salir de casa, llego a mi puesto de trabajo, todavía antes del alba.

Entiendo el arrepentimiento, dejando al margen la autocompasión implícita en la acepción, como la toma de conciencia de haber cometido un error unido al propósito de no volver a caer en el mismo. Por eso suelo desconfiar de la gente que dice no arrepentirse nunca de nada y huir de la que todo el día se está lamentando por sus fallos. Sé que es un gran error y estoy seguro que me pesará terminar la entrada diciendo esto pero, a veces, solo a veces, es divertido levantarse temprano para ir a trabajar el fin de semana.


martes, 13 de diciembre de 2011

PAGANDO LAS CUENTAS DEL REY (PARTE II)


No tardó el padre de la infanta en escuchar rumores más que fundados del affaire compartido por su pequeña y no pudo menos, haciendo honor a su apodo, que estallar en tormentosa cólera. "El Jovial" que siempre reconoció en su pueblo la característica de poseer la lanza más afilada en lo que a mordacidad se refiere, mandó llamar a su presencia, en dupla, al mozo ultrajador y al verdugo real de guardia.

Hora y media aproximadamente transcurrió desde su premonitoria orden y la llegada de los requeridos ante su majestad, tiempo suficiente (podríamos decir necesario) para que el Consejo templase los iracundos ánimos y ofreciese una salida más que airosa, ventajosa para ambas partes, con el fin de salvar con honor la resolución de la fatal infamia.

Su Majestad, propuso como solución que el apuesto joven aceptase desposar a su hija menor para deshacer el agravio. De este modo y dada la procedencia del mancebo, el enlace contribuiría a unir los pueblos más recelosos con su reinado y evitaría la humillación que la osadía de éste acababa de engendrar en la dignidad de la Corona. La oferta, aunque a regañadientes, fue aceptada por el mozo que por mucho que pudiese parecer de razonamiento simple adivinó enseguida por los gestos y miradas de los allí presentes que las alternativas al ofrecimiento tendrían como actor secundario al encapuchado que se encontraba situado justo a la derecha del monarca.

Transcurridos los años, el nuevo infante nunca encontró su sitio en la corte. A pesar de las atenciones recibidas por los palaciegos y de la prole con la que su abnegada esposa le premiaba en reconocimiento al amor, cada vez mayor, que sentía por él, éste, no podía evitar sentir una inmensa frustración. Su vida se había acabado cuando no había hecho más que comenzar por culpa de un fatal e irremediable error que tendría que pagar a perpetuidad.

Cada vez más encerrado en sí mismo y con todo el tiempo y recursos necesarios, dedicóse a cultivar el arte de la cetrería y con los años amasó gran destreza para la doma amén de una considerable colección de ejemplares rapaces. Cavilando, se le ocurrió que sus aves podían ir más allá que la noble pero sencilla caza y discurrió la manera de obtener mayores beneficios y de paso resarcirse un poco de las heridas que en lo profundo de su alma le había ido causando aquel estúpido reino.

Aprovechó su buen nombre y fama intachable para granjearse las amistades de gobernadores y alcaldes villanos. Se ganaba su confianza fácilmente y les proponía un espectáculo magnífico para deleite del pueblo, tan necesitado de diversión. Como colofón del mismo aseguraba ser capaz de hacer llover oro y pedía un pago adecuado a la magnitud del espectáculo. Ni que decir tiene que a los ediles, la idea les entusiasmaba. No solo agradarían a sus súbditos, también a la realeza y eso no había precio que pudiera pagarlo.

El infante ideó un enorme ingenio esférico con el peso necesario para que varias docenas de aves pudiesen transportarlo el tiempo imprescindible sobre las cabezas del público jubiloso. Sin querer entrar en escabrosos detalles técnicos para describirlo, baste decir que en el interior del artilugio se alojaba una gran bolsa cosida a retales de estómagos de vaca que el valiente caballero llenaba con sus orines y que iba siendo rasgada, poco a poco, en el trajín del vuelo por la superficie rugosa del interior de las paredes. Al romper, el líquido salía a través de los infinitos agujeros que formaban su base y se iba rociando por encima del gentío que aplaudía enfervorizado alimentados por la idea extendida acerca de los enormes beneficios que la lluvia dorada traería sobre las tierras en las que se posaban. El infante se iba en loor de multitudes, con las sacas llenas y una agradable sensación de disfrute de venganza en pequeñas dosis.

Cuentan, que el espectáculo de azores, águilas y halcones, llegó a Galicia cuando ya se había extendido el rumor y no eran pocas las voces, ahogadas por los palmeros cortesanos, que decían que el yerno del rey se estaba mofando de su posición. Al sentir la lluvia emanada por las aves sobre su cabeza, un lugareño no pudo reprimir exclamar en voz alta: "¡Manda carallo! Mexan por nós e inda por riba temos que dicir que chove". Dando origen a tan popular expresión, o tal vez no.

(Esta es una historia de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura "semejanza")

lunes, 12 de diciembre de 2011

PAGANDO LAS CUENTAS DEL REY (PARTE I)


Cuentan que un rey, temiendo por la quebradiza situación política (cuando no lo es), organizó un "Torneo Internacional" con el fin de reunir a los más prestigiosos caballeros y nobles de las diversas regiones del Imperio. Presumió que el espíritu combativo y lúdico del evento, serviría para fomentar la maltrecha camaradería y la cohesión de las distintas insignes estirpes que lucharían frente a los enemigos extranjeros defendiendo el blasón nacional.

En un golpe maestro, convino en adjudicar la sede del evento a una de las comarcas más díscolas y rezongantes con sus mandatos. Sus ciudadanos al conocerla, recibieron la noticia de buen grado pensando en el beneficio económico que podría reportarles albergar a gran cantidad de visitantes sedientos, hambrientos y deseosos de diversión. Aseguróse el astuto monarca, así, el respaldo popular a su iniciativa que, aun sabiéndose puntual, resultaba necesario para apuntalar el éxito organizativo.

Conste que es error de recepción (por el que ruego, uno por uno, disculpas a todos los futuros lectores) y no de transmisión del mensaje, el olvido de la fecha de inauguración del acontecimiento pero en nada emborrona el relato que de ella hayan transcurrido cuatro o ciento veinte lustros si en verdad conseguimos reflejar fielmente los aspectos relevantes del mismo. Y destacado fue el ambiente vivido aquella noche en la que los más valerosos caballeros de todo el planeta por aquel entonces conocido desfilaron portando dignamente los estandartes correspondientes ante el entusiasmo y el enfervorecido aplauso del numeroso populacho congregado llegado a tiempo desde las más remotas aldeas del reino y de una minoría significativa de ciudadanos extranjeros invitados para la ocasión con el fin de acompañar y jalear a los suyos.

Dicen que en el transcurso de las contiendas, que duraron más de doce noches, los intrépidos guerreros ofrecían sus victorias frente al palco improvisado al monarca y su familia que disfrutaban las disputas con interés y atención. Pero era en las veladas, de mesas interminables en las que se amontonaba sin mesura la fruta y la carne y donde corría el vino como si se acabara de descubrir, donde en realidad los jóvenes aguerridos celebraban sus victorias con estruendo o enmascaraban el escozor en dignidad que producían las derrotas.

No son pocas, ni tienen por qué parecernos malas, las lenguas que relatan cómo en una de esas ubérrimas madrugadas, varios de los combatientes de diverso linaje y condición unidos por la satisfacción común que les otorgó su brillante participación en la sortija recordaron la felicitación dedicada por la fecunda infanta. Entre chacotas iban alimentando el tono lascivo paulatinamente, imaginando una felicitación más íntima y ferviente hasta que confundieron orgullo y hombría con fanfarronería apostando conseguir los favores de la menor de las hijas de su majestad.

Desde el acervo popular se aseguraba que la noche siguiente, uno de ellos, en un arrebato de quien sabe si galantería o la más absoluta de las simplezas ganó la apuesta.


viernes, 9 de diciembre de 2011

VIEJOS TIEMPOS

Faltaban cinco minutos para la hora convenida. Echó la vista hacia los bultos y comprobó de nuevo que estaba todo preparado. La vieja maleta desgastada resguardando el vestuario que utilizaría en los conciertos y el estuche que protegía su vieja Telecaster. El resto del material lo traían ellos en la furgoneta.
Estaba muy ilusionado porque los chicos habían decidido contar con él a pesar de todo. Se sentía culpable porque las últimas actuaciones habían sido un desastre y se comprometió muy seriamente con los demás en la última reunión.

-“No volverá a pasar, nunca volveré a tomar un ácido, solo limón en la ginebra”, sonrió.

El resto de componentes no estaban del todo convencidos pero a fin de cuentas, si habían conseguido llegar lejos y ser una banda valorada era en gran medida gracias a él, así que merecía que le dieran la oportunidad de participar en la nueva gira.

Apoyado contra la ventana, esperaba nervioso comprobando el reloj y se encendía un canuto de hierba mientras agradecía a Roger la confianza. Soñaba con interpretar “Jugband blues” a su lado y con volver a recibir los aplausos y el calor del público.

La última colilla se apagaba junto a las dos anteriores; su madre salió a la puerta de la vivienda. Miró hacia ella y dijo:

-“No van a venir, ¿verdad mamá?”.

–“No cariño, no vendrán”, contestó pasándole la mano por el hombro.

Syd subió a su cuarto y se encerró en él para siempre.


miércoles, 7 de diciembre de 2011

EL PISO DE ARRIBA

Recuerdo que tras unos minutos abrió la puerta de la habitación preparada para salir. Irrumpió en el salón y se acercó para darme un beso de despedida. Realmente estaba deslumbrante. Yo, me mantuve digno y acepté el gesto sin levantarme del sillón. Objeté con irónica displicencia algo acerca de su espectacular aspecto. Ella fingió culpabilidad por dejarme en la estacada. Nos reímos de nuestras excesivas maneras y se marchó prometiendo no llegar tarde.

Lo cierto es que nunca me gustaron las forzadas cenas navideñas de empresa pero las que menos, con diferencia, son aquellas en las que mi mujer me deja tirado en casa como si fuese una triste mascota dolida por el presentido abandono. Tardé un buen rato en decidir si salir al bar de siempre, a tomar unas cervezas solo o en las compañías que se dejasen caer por allí, que podían ser muchas y de lo más pintorescas. Al final, motivos como la inminente lluvia, la escasez monetaria o la temperatura que habíamos ido consiguiendo compartir mi querida manta y yo a lo largo de la anodina tarde fueron suficientes para hacerme desistir.

Me arropé en la cama temprano, cobijado bajo el texto de cualquier existencialista, para recuperar viejas costumbres y me felicité por haber elegido la mejor opción. No había pasado ni media hora cuando empecé a escuchar ruidos de muelles y pequeños jadeos entrecortados procedentes del piso superior. Tendría que haber sido la típica situación divertida sin más pero recordé que nuestra vecina era una venerable anciana que vivía sola y que siempre pareció rondar los cien años. -Algún familiar que aprovecha la escapada navideña de la vieja al pueblo-, pensé mientras aumentaba la frecuencia del chirriar de los muelles y la intensidad de los resuellos. De pronto, volvió a imperar el silencio.

Apenas medio capítulo después de la presunta polución que interrumpió mi noche impar, el timbre de la puerta provocó un nuevo paréntesis en la velada. -Al final, nos vamos a divertir hoy- me dije. Asomé a la mirilla para escudriñar al inoportuno visitante antes de aventurarme a abrir...no había nadie al otro lado. Salí al descansillo pero nada ni un simple ruido, solo un pequeño charco de un líquido que no logré identificar que se deslizaba desde el piso superior escaleras abajo. Supuse que era algún licor. Enfadado, entré en casa dando un buen portazo con el fin de evitar otra interrupción del estúpido allegado de la vieja.

Todavía no había terminado de esputar todos mis improperios en voz alta con el fin de ser escuchado por el huésped accidental del apartamento superior cuando repentinamente, como siempre suceden estas cosas, se marchó la luz de todo el edificio aumentando mi irascibilidad de forma exponencial. Encontré un par de velas de algún cumpleaños pasado y les di estabilidad en un pequeño mendrugo de pan que sobró de la cena cuando un agudísimo grito de dolor invadió la vivienda transformando mi mal humor en estremecedora inquietud.

El vecindario, al completo, salió a los rellanos ataviados con linternas y demás utensilios. Nos reunimos en el portal y tratamos de tranquilizar a los más asustados, entre ellos los pequeños del cuarto derecha que no paraban de llorar. Llamamos a la policía, al darnos cuenta de que nadie había salido del piso de arriba y temimos por la vieja o quien quiera que estuviese ocupando su lugar aquella noche. Se personaron enseguida y, todavía en penumbra, decidieron echar la puerta abajo ante las reiteradas llamadas y avisos sin respuesta. No encontraron a nadie, ni nada extraño en el interior a pesar de no haber sido yo el único que aseguraba haber escuchado movimiento toda la noche...y ese terrorífico alarido.

Volvimos a nuestras viviendas a regañadientes cuando los agentes nos indicaron que no podían quedarse toda la noche en un sitio que no sucedía nada y nos recomendaron cerrar bien las puertas y dormir. Me eché un buen rato en el sofá pero estaba demasiado alerta y tenso esperando, a oscuras, percibir algo que indicase movimiento arriba. De pronto, sonó el débil toque de unos nudillos contra la puerta. Me incorporé de un salto ayudado por el escalofrío que recorrió mi columna vertebral. Al abrir sentí un helador soplido que apagó las velas que portaba y apenas me permitió vislumbrar a la anciana del tercero, subiendo lenta y jadeante las escaleras con un agujero en la cabeza del que manaba algo que parecía ser líquido cefalorraquídeo.

Efectivamente, cuando mi mujer se va a cenas de empresa o sale con las amigas, yo, por si acaso, bajo al bar de siempre. Buenas noches