martes, 13 de diciembre de 2011

PAGANDO LAS CUENTAS DEL REY (PARTE II)


No tardó el padre de la infanta en escuchar rumores más que fundados del affaire compartido por su pequeña y no pudo menos, haciendo honor a su apodo, que estallar en tormentosa cólera. "El Jovial" que siempre reconoció en su pueblo la característica de poseer la lanza más afilada en lo que a mordacidad se refiere, mandó llamar a su presencia, en dupla, al mozo ultrajador y al verdugo real de guardia.

Hora y media aproximadamente transcurrió desde su premonitoria orden y la llegada de los requeridos ante su majestad, tiempo suficiente (podríamos decir necesario) para que el Consejo templase los iracundos ánimos y ofreciese una salida más que airosa, ventajosa para ambas partes, con el fin de salvar con honor la resolución de la fatal infamia.

Su Majestad, propuso como solución que el apuesto joven aceptase desposar a su hija menor para deshacer el agravio. De este modo y dada la procedencia del mancebo, el enlace contribuiría a unir los pueblos más recelosos con su reinado y evitaría la humillación que la osadía de éste acababa de engendrar en la dignidad de la Corona. La oferta, aunque a regañadientes, fue aceptada por el mozo que por mucho que pudiese parecer de razonamiento simple adivinó enseguida por los gestos y miradas de los allí presentes que las alternativas al ofrecimiento tendrían como actor secundario al encapuchado que se encontraba situado justo a la derecha del monarca.

Transcurridos los años, el nuevo infante nunca encontró su sitio en la corte. A pesar de las atenciones recibidas por los palaciegos y de la prole con la que su abnegada esposa le premiaba en reconocimiento al amor, cada vez mayor, que sentía por él, éste, no podía evitar sentir una inmensa frustración. Su vida se había acabado cuando no había hecho más que comenzar por culpa de un fatal e irremediable error que tendría que pagar a perpetuidad.

Cada vez más encerrado en sí mismo y con todo el tiempo y recursos necesarios, dedicóse a cultivar el arte de la cetrería y con los años amasó gran destreza para la doma amén de una considerable colección de ejemplares rapaces. Cavilando, se le ocurrió que sus aves podían ir más allá que la noble pero sencilla caza y discurrió la manera de obtener mayores beneficios y de paso resarcirse un poco de las heridas que en lo profundo de su alma le había ido causando aquel estúpido reino.

Aprovechó su buen nombre y fama intachable para granjearse las amistades de gobernadores y alcaldes villanos. Se ganaba su confianza fácilmente y les proponía un espectáculo magnífico para deleite del pueblo, tan necesitado de diversión. Como colofón del mismo aseguraba ser capaz de hacer llover oro y pedía un pago adecuado a la magnitud del espectáculo. Ni que decir tiene que a los ediles, la idea les entusiasmaba. No solo agradarían a sus súbditos, también a la realeza y eso no había precio que pudiera pagarlo.

El infante ideó un enorme ingenio esférico con el peso necesario para que varias docenas de aves pudiesen transportarlo el tiempo imprescindible sobre las cabezas del público jubiloso. Sin querer entrar en escabrosos detalles técnicos para describirlo, baste decir que en el interior del artilugio se alojaba una gran bolsa cosida a retales de estómagos de vaca que el valiente caballero llenaba con sus orines y que iba siendo rasgada, poco a poco, en el trajín del vuelo por la superficie rugosa del interior de las paredes. Al romper, el líquido salía a través de los infinitos agujeros que formaban su base y se iba rociando por encima del gentío que aplaudía enfervorizado alimentados por la idea extendida acerca de los enormes beneficios que la lluvia dorada traería sobre las tierras en las que se posaban. El infante se iba en loor de multitudes, con las sacas llenas y una agradable sensación de disfrute de venganza en pequeñas dosis.

Cuentan, que el espectáculo de azores, águilas y halcones, llegó a Galicia cuando ya se había extendido el rumor y no eran pocas las voces, ahogadas por los palmeros cortesanos, que decían que el yerno del rey se estaba mofando de su posición. Al sentir la lluvia emanada por las aves sobre su cabeza, un lugareño no pudo reprimir exclamar en voz alta: "¡Manda carallo! Mexan por nós e inda por riba temos que dicir que chove". Dando origen a tan popular expresión, o tal vez no.

(Esta es una historia de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura "semejanza")

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