miércoles, 7 de diciembre de 2011

EL PISO DE ARRIBA

Recuerdo que tras unos minutos abrió la puerta de la habitación preparada para salir. Irrumpió en el salón y se acercó para darme un beso de despedida. Realmente estaba deslumbrante. Yo, me mantuve digno y acepté el gesto sin levantarme del sillón. Objeté con irónica displicencia algo acerca de su espectacular aspecto. Ella fingió culpabilidad por dejarme en la estacada. Nos reímos de nuestras excesivas maneras y se marchó prometiendo no llegar tarde.

Lo cierto es que nunca me gustaron las forzadas cenas navideñas de empresa pero las que menos, con diferencia, son aquellas en las que mi mujer me deja tirado en casa como si fuese una triste mascota dolida por el presentido abandono. Tardé un buen rato en decidir si salir al bar de siempre, a tomar unas cervezas solo o en las compañías que se dejasen caer por allí, que podían ser muchas y de lo más pintorescas. Al final, motivos como la inminente lluvia, la escasez monetaria o la temperatura que habíamos ido consiguiendo compartir mi querida manta y yo a lo largo de la anodina tarde fueron suficientes para hacerme desistir.

Me arropé en la cama temprano, cobijado bajo el texto de cualquier existencialista, para recuperar viejas costumbres y me felicité por haber elegido la mejor opción. No había pasado ni media hora cuando empecé a escuchar ruidos de muelles y pequeños jadeos entrecortados procedentes del piso superior. Tendría que haber sido la típica situación divertida sin más pero recordé que nuestra vecina era una venerable anciana que vivía sola y que siempre pareció rondar los cien años. -Algún familiar que aprovecha la escapada navideña de la vieja al pueblo-, pensé mientras aumentaba la frecuencia del chirriar de los muelles y la intensidad de los resuellos. De pronto, volvió a imperar el silencio.

Apenas medio capítulo después de la presunta polución que interrumpió mi noche impar, el timbre de la puerta provocó un nuevo paréntesis en la velada. -Al final, nos vamos a divertir hoy- me dije. Asomé a la mirilla para escudriñar al inoportuno visitante antes de aventurarme a abrir...no había nadie al otro lado. Salí al descansillo pero nada ni un simple ruido, solo un pequeño charco de un líquido que no logré identificar que se deslizaba desde el piso superior escaleras abajo. Supuse que era algún licor. Enfadado, entré en casa dando un buen portazo con el fin de evitar otra interrupción del estúpido allegado de la vieja.

Todavía no había terminado de esputar todos mis improperios en voz alta con el fin de ser escuchado por el huésped accidental del apartamento superior cuando repentinamente, como siempre suceden estas cosas, se marchó la luz de todo el edificio aumentando mi irascibilidad de forma exponencial. Encontré un par de velas de algún cumpleaños pasado y les di estabilidad en un pequeño mendrugo de pan que sobró de la cena cuando un agudísimo grito de dolor invadió la vivienda transformando mi mal humor en estremecedora inquietud.

El vecindario, al completo, salió a los rellanos ataviados con linternas y demás utensilios. Nos reunimos en el portal y tratamos de tranquilizar a los más asustados, entre ellos los pequeños del cuarto derecha que no paraban de llorar. Llamamos a la policía, al darnos cuenta de que nadie había salido del piso de arriba y temimos por la vieja o quien quiera que estuviese ocupando su lugar aquella noche. Se personaron enseguida y, todavía en penumbra, decidieron echar la puerta abajo ante las reiteradas llamadas y avisos sin respuesta. No encontraron a nadie, ni nada extraño en el interior a pesar de no haber sido yo el único que aseguraba haber escuchado movimiento toda la noche...y ese terrorífico alarido.

Volvimos a nuestras viviendas a regañadientes cuando los agentes nos indicaron que no podían quedarse toda la noche en un sitio que no sucedía nada y nos recomendaron cerrar bien las puertas y dormir. Me eché un buen rato en el sofá pero estaba demasiado alerta y tenso esperando, a oscuras, percibir algo que indicase movimiento arriba. De pronto, sonó el débil toque de unos nudillos contra la puerta. Me incorporé de un salto ayudado por el escalofrío que recorrió mi columna vertebral. Al abrir sentí un helador soplido que apagó las velas que portaba y apenas me permitió vislumbrar a la anciana del tercero, subiendo lenta y jadeante las escaleras con un agujero en la cabeza del que manaba algo que parecía ser líquido cefalorraquídeo.

Efectivamente, cuando mi mujer se va a cenas de empresa o sale con las amigas, yo, por si acaso, bajo al bar de siempre. Buenas noches

4 comentarios:

  1. Q minor, escribes muy bien. Junta estas cosas y regístralas. 12 euros tienen la culpa.

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  2. Escalofriante y divertido. Te corregiría algunos signos de puntuación, desde la envidia, por supuesto.

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  3. Emocinante... consigues sorprender y engañar al lector. Yo no sé porqué me imaginaba a su despampanante esposa en el piso de arriba... mentes calenturientas!

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  4. Mi entrada favorita (hasta ahora).Transmites perfectamente esa extraña sensación que nos entra al ver a nuestra pareja arreglada y escapando de nosotros, y esa extrañeza se agranda hasta el terror.Me encanta.

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