viernes, 27 de enero de 2012

EL ASESINO DEL ESTANQUE


Las primeras informaciones que vieron la luz acerca del repugnante crimen (¿cuál no lo es?) eran confusas y atropelladas. "Según fuentes policiales, el cuerpo de una joven de entre veinte y veinticinco años acababa de ser hallado sin vida y con signos de violencia flotando en el estanque del parque norte de la ciudad", hasta ahí el hecho veraz. La elegante enviada al lugar del suceso, aparentaba sobriedad mientras relataba la exclusiva. Solo, en algún momento y de manera subconsciente, dejaba escapar una ligera mueca de satisfacción denotando triunfalismo al saberse portadora de tamaña prerrogativa.

Tras el impacto inicial, los medios locales no tardaron en interesarse por las circunstancias y la trascendencia de los acontecimientos se abrían hueco en las tiradas de los noticiarios nacionales. A cuentagotas, fueron descubriendo pormenores y entresijos asegurándose de proporcionar las dosis justas para mantener la atención en los días sucesivos. Lo importante eran las ventas y la audiencia. Si la pequeña parte de verdad debía de ser aderezada con algún condimento inventado o si era ético tergiversar pequeños detalles de gran interés para los espectadores era un debate fútil que nunca llegó a iniciarse.

Yo estaba allí. Trabajaba de gorila en la discoteca situada en la otra punta del parque. Y estaba malhumorado. Debido a la ley del tabaco la clientela no permanecía en ella más de dos copas y repartía la noche entre los distintos locales de la zona. Había más movimiento sí, pero las ventas empezaban a bajar y la gerencia decidió subir el precio de la entrada. Demasiados "marrones" por noche. Había decidido que esa sería la última.

La chica salió del local en compañía del muchacho, casi al cierre. La prensa había dado la información correcta una vez más. Era lógico puesto que decenas de declarantes atestiguaron sin ninguna duda haberlos visto juntos durante gran parte de la noche. Permanecieron en un coche durante varios minutos. Puede que regañasen, tal vez no. De eso no hay testigos ni especulaciones. Pero no es cierto que se dirigieran ambos al parque. Salieron del vehículo discutiendo, se propinaron varias bofetadas en la cara mutuamente y ella corrió hasta allí, sola mientras él desaparecía conduciendo en sentido contrario.

Para mí, fue una auténtica sorpresa observar por televisión casi en directo como a los pocos días detenían al pobre chaval acusado de violación y asesinato. El caso permaneció dos o tres años en período de "stand by" mediático mientras la judicial efectuaba todas las investigaciones. Durante ese tiempo, conseguí un trabajo de bedel en un colegio privado y afiancé mi relación con Marina. Nunca tuve remordimientos por no haber declarado a la policía lo que ahora he confesado. Simplemente seguí con mi vida.

Ahora todo vuelve a primera página. Resultaba estremecedor ver como las hordas de espectadores hambrientos de Justicia se abalanzaban sobre el coche de policía que trasladaba al acusado a los tribunales el primer día del juicio. Piden Justicia pero "en realidad" buscan venganza confundiendo los términos sin pudor. No dudarían en lapidar al reo a la menor oportunidad. Posiblemente después lo celebrarían y dormirían a pierna suelta sin un resquicio de arrepentimiento. Para la "opinión pública" la sentencia ya estaba dictada y cualquier condena sería escueta y criticable. La gente siempre sabe todo sobre cualquier cosa y es peligroso poner en entredicho su honradez, integridad y sabiduría. No importan los siglos que pasen, siempre hay una hoguera dispuesta en cualquier plaza para quien ose desconfiar de la voz popular.

Ayer conocí a mi primera hija, Esperanza. El nombre no me gusta pero desde que tuve noticias de su gestación solo quería una cosa: que lo eligiese la madre. Ellas no merecen sufrir... Ahora trabajo de voluntario en un centro de menores. Intento enseñar a los jóvenes a enderezar sus vidas, a que hagan lo correcto. Llevo cuatro años allí, los mismos que el atribulado compañero de la pobre chica muerta en prisión tras el juicio. Cuatro años sin dormir, reprochándome no haberlo contado todo durante los tres anteriores. Siete años recordando cómo al cerrar la discoteca ese grupo de borrachos que me increpaban por impedirles reiteradamente el paso me rodearon armados con bates y navajas. Siete años, abriéndome paso a empujones, corriendo aterrorizado hacia el parque. Siete años escondiéndome entre los arbustos para no ser encontrado. Todavía recuerdo el tacto de la enorme piedra con la que me armé. Aún escucho los jadeos de aquellos salvajes al pasar junto a mi refugio. La contundencia con la que estampé la roca en su cabeza. Todavía no me explico como la pude confundir. Ella no debía haber recibido el golpe... no tenía que estar en el parque ya... Ellas no merecen sufrir... pero sé que nunca podré mirar a los ojos de mi niña.

"[...el estanque en el que anoche apareció sin vida el cuerpo de un joven de unos treinta años, casado y con una niña recién nacida es el mismo en el que hace siete años fue hallada la joven...],[...según fuentes policiales en el bolsillo del pantalón se ha encontrado una nota protegida por una pequeña bolsa plástica que hace pensar que el joven ha podido suicidarse...]"

miércoles, 25 de enero de 2012

LOCUS DE CONTROL


Corría el año 1984 de nuestra era y sabía que me disponía a presenciar un hecho que seguramente marcaría toda mi vida. Tendría que someter a mi memoria a un sobreesfuerzo al que no estoy dispuesto para recordar alguna anécdota narrable de esa época (el colegio, el barrio, la familia...) y, aun cuando lo consiguiese, estoy seguro de que por mucho que llegase a evocar nunca caería en el error de apostar mi ingente patrimonio al año exacto en el que este o aquel suceso se llegó a desarrollar. Sin embargo, periódicamente, mi maltrecha imaginación me hace rememorar en calidad HD retales de aquella fantástica final de la olimpiada de Los Angeles donde nuestra enorme selección nacional de baloncesto consiguió una merecidamente adjetivada,gracias al ingenio y brillantez del colectivo de periodistas deportivos,"mítica" medalla de plata. Entonces no entendía, hoy sí, la enorme apoteosis que tal logro significó. Solo escuchaba, con sorpresa, a través de la "Telefunken" de última generación (claro que a nadie se le ocurriría alardear de la generación en la que se fabricó su televisor en aquella época) como el narrador incidía una y otra vez a lo largo del partido en el majestuoso hito (¡qué narices significaría hito!?) que suponía el acontecimiento, mientras la selección de EEUU aplastaba de un modo humillante a nuestros pobres ídolos empequeñecidos. Tardé en aclarar el embrollo, pero la experiencia me demostraría en muchísimas ocasiones que es posible ganar perdiendo.

Sin dar tiempo a terminar el partido, supe que eso era lo que quería ser de mayor. Jugaría al baloncesto y haría todo lo posible por ser como Patrick ese enorme y joven pivot que abusaba de los Fernandos y se desembarazaba de ellos haciéndolo como si se tratasen de "Dormilón" y "Gruñón". Incluso a mis nueve años, sabía que mi desarrollo corporal jugaría un factor decisivo por lo que, en segunda instancia, decidí que sería más adecuado para mis cualidades físicas conformarme con parecerme al tal Michael, mucho más pequeño y delgado, ese que las metía todas desde cualquier ángulo. Con el tiempo, aquellos dos jóvenes atléticos de raza negra dejaron de ser mentados por sus nombres de pila y consiguieron gracias a sus apellidos hacerme llegar a pensar que podría ser un gran entrenador, o al menos, un espectacular ojeador técnico. Y digo bien con el tiempo, porque fue el mismo tiempo en que me percaté que aquel primer sueño de infancia no iba a poder ser cumplido jamás. El tiempo en que fui pasando por diversas posiciones, en el equipo del colegio, a la misma velocidad con la que los compañeros me iban ganando centímetros de estatura. Terminé mi incursión en el mundo del baloncesto cuando, jugando de base obligado por mi envergadura, descubrí que no era capaz de recordar como se llamaba el de aquel equipo legendario, a cuyos jugadores quise emular alguna vez. Fue así como supe que ya solo podía aspirar a tener previo beneplácito y capacidad crematística de mis progenitores, las botas de marca que vendían los apelativos de Ewing y Jordan.

Después llegaron otras olimpiadas y más insignias y condecoraciones; algunas de oro como la de fútbol de Barcelona 92 en las que la alegría no se veía salpicada por la desazón de ver a los nuestros vapuleados como geypermans sin cabeza por dobermans sin escrúpulos. Allí descubrí, imberbes y triunfales, a jugadores como Kiko sin arcos ni flechas imaginarias disparando su humildad a las cámaras, Cañizares con el pelo teñido de su verdadero color o Abelardo mucho antes de no recordar si fue primero su caída en la bañera o el desmayo. Pero para entonces, a punto de cumplir la mayoría de edad, sabía por donde no iba a ir encaminada mi vida y había muchas cosas que ya no anhelaba. ¡Bendita pérdida de inocencia! Aspiraba eso sí, a que Begoña dejase de hacerse la interesante aquellos inolvidables sábados de botellón (nosotros le llamábamos "quedar con los colegas a beber calimotxo" pero acepto, a regañadientes, el neotérmino) a las siete de la tarde. Aspiraba a que la muchacha de la segunda fila de la escuela de idiomas, espero disculpe mi falta de caballerosidad desde ya por no recordar su nombre, apareciese en el bar que frecuentábamos a las ocho si Begoña no había cedido antes. Aceptaba, ya daba igual, a cualquier chica que me hiciese algo de caso antes del toque de queda cuando la insolente de la escuela de idiomas me daba la espalda porque intuía que me acercaría para hablar con ella para comentarle algo importante que quería que supiera.

Seguí mi vida por donde me iba llevando y por donde me fui dejando llevar. Estudié una carrera porque me dijeron que tenía que labrarme un futuro para ganarme el pan y trabajé en lo que pude cuando comprendí que hacía falta mucho más que mí sudado título para ejercer lo que se suponía que tenía que ser mi profesión. Entendí que hay una serie de variables que en mayor o menor medida influyen en el itinerario por el que discurrimos en la vida y tomé las decisiones que estimé oportunas cuando me tocó hacerlo. Es posible que, muchas veces, en el fragor de las batallas que suponen para mí las interacciones sociales me haya quejado de la puta suerte, de la política, de la economía y de la madre que parió a la gente que prefiere gastar la mesada en videntes, pero sé que mis fracasos son míos y mis éxitos de todos los que me ayudan a conseguirlos (a que me sonará a mí esto ahora).

Posiblemente la mayoría comprendáis, por haberla padecido, la magnitud de la tragedia que supone para un alma de una década de estancia en el planeta Tierra tropezar con el desgarro atroz que puede generar la frustración de no poder cumplir un gran sueño. Te adaptas y sigues pero cuesta más, ¿cómo no va a resultar duro aceptar y tolerar un sentimiento del que ni siquiera conoces su nombre? Por eso escribí esta entrada con aflicción, pensando en lo terrible que debe ser la existencia para el pequeño porcentaje de seres humanos que no pasaron por algo similar. Porque conseguir lo que uno quiere con facilidad y sin obstáculos nos hace tener una percepción equivocada, nos lleva a pensar que nos merecemos cualquier cosa que queremos y que todo está a nuestro alcance esperando a que lo tomemos sin más. Y lo tomamos, muchas veces sin reparar en el precio y algunas sin ser conscientes de lo alto que este puede llegar a ser. Pensar que el éxito depende exclusivamente de nuestras capacidades y buscar cien mil culpables cuando las cartas no vienen bien dadas es un infierno infinitamente más aterrador que el desengaño de un niño de diez años descubriendo que nunca será como Michael Jordan. Por eso os compadezco, Etxebarrías y cías, porque deberíais ser extremadamente agradecidos con vuestro público y preguntaros que hacéis mal cuando no vendéis lo que esperáis. Deberíais ser conscientes, Alejandros y cías, que vuestro éxito depende del beneplácito de la gente a la que maldecís y no de vuestra magnificencia.

miércoles, 11 de enero de 2012

PERIODO DE PRUEBA


Toni llevaba una semana trabajando en el departamento comercial de aquella gran empresa de telefonía. Todavía había muchas cosas que no sabía pero ya empezaba a sentirse productivo y sacudirse la timidez inicial con el resto de sus compañeros. Demasiadas costumbres, ajenas y extrañas a las que adaptarse en un periodo tan corto de las que sabía que dependía su integración así que no dudo en ningún momento en aceptar el ofrecimiento de Pedro el día de su presentación:

-Encantado de conocerte. Cualquier cuestión que tengas no dudes en preguntármela. Considérame tu sherpa en esta montaña- se ofreció con extremada amabilidad aquel primer día y, desde entonces, Toni lo utiliza como su salvavidas particular, sometiéndolo a un continuo bombardeo de cuestiones de todo tipo.

-¿Qué hay detrás de esa puerta? ¿Por qué no puedo ni tocarla?¿muerde?-, bromeó recordando una de las primeras recomendaciones de sus compañeros nada más pisar la oficina y señalando el falso tabique del fondo. Desde fuera, el edificio parecía mucho más largo y Toni intuía que esa puerta debía de dar a una estancia, al menos tan espaciosa como la que albergaba su departamento y ese parecía ser el único acceso a la misma.

-Sinceramente, desconozco el motivo. Solo llevo seis meses en la empresa y sé lo que te he dicho. Nadie, nunca ha abierto esa puerta y nadie parece saber que hay tras la misma. Lo único que debemos tener en cuenta, es que no podemos pasar al otro lado si queremos que todo nos vaya bien aquí- contestó Pedro sin que se le notase un ápice que empezaba a maldecir la hora en que se brindó a ayudar al nuevo.

-Vaya, pues si que es misterioso el asunto-

-Más que misterioso, aterrador- bramó una ronca voz haciendo saltar del susto a los muchachos que al darse la vuelta observaron al hombre que se sentaba más cerca de la puerta y que había escuchado toda la conversación.

Jiménez, era el veterano del departamento. Era un tipo corpulento, de espesa barba cana y hoscas maneras. Sus compañeros más antiguos especulan con el día de su jubilación casi desde que le conocen y todavía se sorprenden cuando tiene a bien dirigirse a ellos de forma directa, sin notificación interna, mail o jefe que mantenga las distancias entre ellos.

-Han pasado más de treinta años y soy el único que queda. Estaba dispuesto a marcharme sin contarlo pero...- continuó Jiménez tratando de captar la atención de los chicos.

-¿Por qué solo lo sabe usted?- preguntó Toni demostrándole que había conseguido su objetivo.

-Porque aunque te parezca mentira, jovenzuelo, en todo este tiempo y a pesar de los muchos que como vosotros han pasado por estas dependencias, nadie ha tenido la curiosidad suficiente para preguntárselo en voz alta- respondió dejando en el ambiente un poso de ironía.

Jiménez contó que al principio la empresa funcionaba de otra manera. El departamento de comercial en el que se encontraban confluía con el de marketing y todos trabajaban juntos.

-Antes no existía ese tabique, ni por supuesto había ninguna puerta- explicó.

Trabajaban como un equipo, unidos, dándose ideas unos a otros y reinaba una camaradería espectacular tanto dentro como fuera de la oficina pero de pronto una mañana, sin previo aviso y a traición, apareció sin más.

-¿Cómo sin más?¿Alguien ordenaría ponerla?- observó Toni.
-Sí. Los tabiques no aparecen por arte de magia en las oficinas- se carcajeó Pedro.

Jiménez explicó que nadie supo nunca a ciencia cierta quien mandó poner la pared. Había demasiado ajetreo y carga de trabajo y no sobraba el tiempo como para desperdiciarlo preguntándose esas menudencias. Los jefes de nuestros respectivos departamentos se culparon el uno al otro y, en lugar de preguntar, empezaron una guerra y dejaron de hablarse. Los de recursos humanos, pensaron que era un encargo de dirección a mantenimiento. Los de mantenimiento creyeron, a su vez que fueron los de obras a requerimiento de recursos humanos y los de dirección solo bajaban a la "mina" por san Dositeo; ¿cómo iban a recordar que la última vez no había pared en esa planta?

-No me lo creo, entonces, ¿nadie hizo nada?-

-Nada. Nadie quiso dar orden de retirar la pared por miedo a contradecir a algún jefe superior. Pensaron que si estaba ahí sería por algo y a las dos semanas nadie volvió a reparar en ella. Ya formaba parte de nuestra rutina- contestó Jiménez

-Pero, ¿y vosotros que hicisteis?- dijo Toni.

-Alguien la tuvo que poner- insistió Pedro.

-Eso sería lo normal pero yo pienso, y nadie me lo sacará de la sesera aunque parezca cosa de locos, que el tabique apareció sin más y que realmente nadie lo puso ahí. Nosotros, dejamos de ser nosotros. Poco a poco dejamos de darnos los buenos días, de llevarnos los cafés, se acabaron las guerras de bolas de papel, las miradas cómplices de apoyo cuando la jornada era dura. Ellos dejaron incluso de entrar por nuestro lado del pasillo, lo cierto es que nunca supe por donde entraron a partir de entonces y ya nunca fuimos bien recibidos cuando cruzábamos a su lado; suerte que los servicios estaban del nuestro. Perdimos el contacto, ni siquiera continuamos la tradición de los jueves, cuando nos juntábamos para tapear y tomar cañas. Había compañeras que estaban de buena apariencia y, a veces, alguno terminábamos en lecho ajeno- dijo sonriendo nostálgicamente.

-Vaya con el abuelo, parecía una fiera y no era más que un pájaro- se burló Toni.

-Un respeto, chaval. ¡Qué aún había clases! A veces me pregunto que sería de ellos...y de ellas-.

-Pero, ¿En serio que nunca más supo nada?- preguntaron los nuevos.

-No, desde que se cerró la puerta- contestó apenado.

Contó que un día la puerta apareció cerrada. Fue la gota que rebosó el vaso. No les bastaba con poner una barrera entre ellos, tenían que humillarles cortando todo tipo de comunicación. Fue Martínez, el más impetuoso, el que dio el primer paso. Decidido, corrió hasta la puerta dispuesto a cantarles las cuarenta tocó el pomo y desapareció.

-¿Cómo que desapareció?-.

-Ha pasado mucho tiempo y los detalles no llegan a mi memoria con nitidez pero recuerdo que ninguno de nosotros fuimos conscientes de haber visto a Martínez pasar al otro lado. Ni siquiera pudimos asegurar que hubiese abierto la puerta, solo le recordamos tocando el pomo, pero claro...sería imposible...- dudó.

-¿Preguntásteis a los de Recursos Humanos?-.

- Y al jefe del departamento y a los de los sindicatos. Nadie dio una respuesta clara de lo que había pasado con Martínez pero al día siguiente el escritorio, la silla y sus enseres habían desaparecido y simplemente fuimos dejando de pensar en él. Desde entonces nadie más ha vuelto a tocar esa puerta-.








sábado, 7 de enero de 2012

LA CARTERA


Durante el paseo observaba detenidamente a mi recién adoptado compañero tratando de averiguar el nombre que mejor se adaptaba a su personalidad. Sin llegar todavía a una conclusión certera, se acercó al neumático posterior del vehículo aparcado justo enfrente de la sucursal y decidió comenzar a marcar territorio. Me fijé en sus puntiagudas orejas, en su pequeño hocico y en aquel gracioso mechón blanco que adornaba su patita y que destacaba graciosamente al levantarla para llevar a cabo la tarea evacuatoria. Al terminar, se dio la vuelta para comprobar si su obra había alcanzado las dimensiones por él pretendidas y fue justo cuando descubrí, pegado al bordillo de la acera, medio incrustada en la boca de una alcantarilla una cartera de piel oportunamente cubierta por varias piezas desprendidas de hojarasca otoñal.

Comprobando que nadie había reparado en mi descubrimiento, la recogí con el mayor disimulo posible, utilizando, a modo de parapeto, la bolsa plástica que portaba para recoger las futuras heces de... Innombrado ( el asunto del bautismo había dejado de ser prioritario en aquel instante). Todavía en cuclillas eché un rápido vistazo al interior; tenía todo tipo de documentación, el monedero vacío pero en el portabilletes pude contar, guardados en dos dobleces, doce billetes de quinientos euros y alguno más de distintos colores que no perdí el tiempo en contar.
Halagado por la fascinante habilidad del lector a la hora de calcular el montante total, me incorporé, sobreviniéndome una terrible duda ética acerca de lo que sería más conveniente hacer. ¿Sería mejor ingresarlo en mi cuenta bancaria o por el contrario debería guardarlo en casa y gastarlo poco a poco? Mientras dejaba a Innombrado en su nuevo hogar y le servía algo de líquido, pensé que no debía ingresar el dinero sin más. Si preguntaban, no podría justificar tanta cantidad y posiblemente levantaría sospechas. Además no tenía la certeza de que fueran de curso legal; podría meterme en un buen lío. Lo mejor sería ir de uno en uno, a doce oficinas distintas, de este modo seguro que no harían tantas preguntas. Pero, ¿y si el dueño ha denunciado el robo y los billetes están marcados? Definitivamente, pensé que sería más seguro guardarlo y cambiarlo en la calle.

Me acerqué de nuevo a la zona donde encontré la cartera y descubrí un hallazgo escalofriante, entre comercios y municipales conté siete cámaras de vigilancia en la manzana. Salí del barrio y entré bastante nervioso en una cafetería. Necesitaba pensar, pedí un café y cogí una revista para parecer sereno. Podía pagar el café con el billete pero no iban a querer cambiarme y no me convenía ir por ahí comprando baratijas y tratando de endosar el papelón. Tenía que hacer una compra mayor. Fui hasta unos almacenes de corte sajón para ver que se cocía en la sección de informática, por ejemplo. En el trayecto, sentía que todos los transeúntes clavaban sus miradas en mí. Cada vez me notaba más nervioso y no podía dejar de mirar para atrás a cada paso que daba. En el interior del comercio, me pareció que trabajaba aquella mañana más personal de seguridad que el de costumbre. -"Es posible que a estas alturas todos hayan visto mi foto recogiendo esa maldita cartera". Una gota de sudor manó de mi frente al tiempo que decidí salir del local a paso ligero.

A estas alturas, sabía que mi dinero estaba sucio y tenía que buscar una manera de blanquearlo. Se me ocurrió, sin mucho convencimiento, pasar por alguna administración de lotería para ver si había caído algún premio aquellos días por ahí. Podría comprar algún boleto premiado como dicen que hacen algunos políticos y empresarios. No tenía más que acercarme al lotero y preguntar si conocía a algún afortunado interesado en vender su décimo... parecía evidente que ese tampoco era el camino. Un desconocido haciendo preguntas... nada le impediría al vendedor llamar a la policía sin plantearse un instante que no puedo ser tan tonto para preguntar, si mi intención ulterior fuese cometer un robo a mano armada. Podría explicarlo y confiar que me entendiese, pero arriesgaría demasiado...y, además, mi cara no se parece a la de Fabra.

-"Amigos, eso es, amigos. Conozco a unos cuantos que tienen pequeñas empresas. Les explico la situación y lo arreglamos con un par de facturas que no van a ningún lado. Perfecto", pensé. Lo malo es que a los honrados no seré capaz de convencerlos y los que pudiesen estar dispuestos a ayudarme... ¿por qué no iban a querer sacar tajada? Me pedirían, ¿cuánto? ¿El cincuenta por ciento? Si hay algo que tengo claro es que no llegaré a ningún acuerdo con ese hatajo de egoístas que no están dispuestos a echar una mano sin pedir nada a cambio. No se puede ser más miserable.

Hacía hora y media que tenía en mi poder aquella furtiva fortuna y ya pensaba que los eficaces detectives nacionales no tardarían en echarme el guante así que hice lo que cualquier ciudadano honrado habría hecho en mi lugar. Llamé a la prensa para que mi buena acción no cayese en saco roto y entregué lo encontrado en la comisaria. Al poco, se presentó el propietario. Al verle me alegré. Podía haber sido cualquier otro ricacho impresentable pero era uno de los cabezas de lista de mi partido político. Le expliqué que no dudé un segundo en devolver la cartera y me felicitó por haber actuado bien. Me explicó que el dinero iba a donarlo a una asociación benéfica cuando se extravió. Nos hicimos unas fotos y salí en las páginas locales del diario de la ciudad. Lo mejor fue que me dió una suculenta gratificación como compensación de doscientos cincuenta euros.

-"¿Me los puedes dar en billetes pequeños?", le dije. Nos dimos un fuerte apretón de manos.