miércoles, 25 de enero de 2012

LOCUS DE CONTROL


Corría el año 1984 de nuestra era y sabía que me disponía a presenciar un hecho que seguramente marcaría toda mi vida. Tendría que someter a mi memoria a un sobreesfuerzo al que no estoy dispuesto para recordar alguna anécdota narrable de esa época (el colegio, el barrio, la familia...) y, aun cuando lo consiguiese, estoy seguro de que por mucho que llegase a evocar nunca caería en el error de apostar mi ingente patrimonio al año exacto en el que este o aquel suceso se llegó a desarrollar. Sin embargo, periódicamente, mi maltrecha imaginación me hace rememorar en calidad HD retales de aquella fantástica final de la olimpiada de Los Angeles donde nuestra enorme selección nacional de baloncesto consiguió una merecidamente adjetivada,gracias al ingenio y brillantez del colectivo de periodistas deportivos,"mítica" medalla de plata. Entonces no entendía, hoy sí, la enorme apoteosis que tal logro significó. Solo escuchaba, con sorpresa, a través de la "Telefunken" de última generación (claro que a nadie se le ocurriría alardear de la generación en la que se fabricó su televisor en aquella época) como el narrador incidía una y otra vez a lo largo del partido en el majestuoso hito (¡qué narices significaría hito!?) que suponía el acontecimiento, mientras la selección de EEUU aplastaba de un modo humillante a nuestros pobres ídolos empequeñecidos. Tardé en aclarar el embrollo, pero la experiencia me demostraría en muchísimas ocasiones que es posible ganar perdiendo.

Sin dar tiempo a terminar el partido, supe que eso era lo que quería ser de mayor. Jugaría al baloncesto y haría todo lo posible por ser como Patrick ese enorme y joven pivot que abusaba de los Fernandos y se desembarazaba de ellos haciéndolo como si se tratasen de "Dormilón" y "Gruñón". Incluso a mis nueve años, sabía que mi desarrollo corporal jugaría un factor decisivo por lo que, en segunda instancia, decidí que sería más adecuado para mis cualidades físicas conformarme con parecerme al tal Michael, mucho más pequeño y delgado, ese que las metía todas desde cualquier ángulo. Con el tiempo, aquellos dos jóvenes atléticos de raza negra dejaron de ser mentados por sus nombres de pila y consiguieron gracias a sus apellidos hacerme llegar a pensar que podría ser un gran entrenador, o al menos, un espectacular ojeador técnico. Y digo bien con el tiempo, porque fue el mismo tiempo en que me percaté que aquel primer sueño de infancia no iba a poder ser cumplido jamás. El tiempo en que fui pasando por diversas posiciones, en el equipo del colegio, a la misma velocidad con la que los compañeros me iban ganando centímetros de estatura. Terminé mi incursión en el mundo del baloncesto cuando, jugando de base obligado por mi envergadura, descubrí que no era capaz de recordar como se llamaba el de aquel equipo legendario, a cuyos jugadores quise emular alguna vez. Fue así como supe que ya solo podía aspirar a tener previo beneplácito y capacidad crematística de mis progenitores, las botas de marca que vendían los apelativos de Ewing y Jordan.

Después llegaron otras olimpiadas y más insignias y condecoraciones; algunas de oro como la de fútbol de Barcelona 92 en las que la alegría no se veía salpicada por la desazón de ver a los nuestros vapuleados como geypermans sin cabeza por dobermans sin escrúpulos. Allí descubrí, imberbes y triunfales, a jugadores como Kiko sin arcos ni flechas imaginarias disparando su humildad a las cámaras, Cañizares con el pelo teñido de su verdadero color o Abelardo mucho antes de no recordar si fue primero su caída en la bañera o el desmayo. Pero para entonces, a punto de cumplir la mayoría de edad, sabía por donde no iba a ir encaminada mi vida y había muchas cosas que ya no anhelaba. ¡Bendita pérdida de inocencia! Aspiraba eso sí, a que Begoña dejase de hacerse la interesante aquellos inolvidables sábados de botellón (nosotros le llamábamos "quedar con los colegas a beber calimotxo" pero acepto, a regañadientes, el neotérmino) a las siete de la tarde. Aspiraba a que la muchacha de la segunda fila de la escuela de idiomas, espero disculpe mi falta de caballerosidad desde ya por no recordar su nombre, apareciese en el bar que frecuentábamos a las ocho si Begoña no había cedido antes. Aceptaba, ya daba igual, a cualquier chica que me hiciese algo de caso antes del toque de queda cuando la insolente de la escuela de idiomas me daba la espalda porque intuía que me acercaría para hablar con ella para comentarle algo importante que quería que supiera.

Seguí mi vida por donde me iba llevando y por donde me fui dejando llevar. Estudié una carrera porque me dijeron que tenía que labrarme un futuro para ganarme el pan y trabajé en lo que pude cuando comprendí que hacía falta mucho más que mí sudado título para ejercer lo que se suponía que tenía que ser mi profesión. Entendí que hay una serie de variables que en mayor o menor medida influyen en el itinerario por el que discurrimos en la vida y tomé las decisiones que estimé oportunas cuando me tocó hacerlo. Es posible que, muchas veces, en el fragor de las batallas que suponen para mí las interacciones sociales me haya quejado de la puta suerte, de la política, de la economía y de la madre que parió a la gente que prefiere gastar la mesada en videntes, pero sé que mis fracasos son míos y mis éxitos de todos los que me ayudan a conseguirlos (a que me sonará a mí esto ahora).

Posiblemente la mayoría comprendáis, por haberla padecido, la magnitud de la tragedia que supone para un alma de una década de estancia en el planeta Tierra tropezar con el desgarro atroz que puede generar la frustración de no poder cumplir un gran sueño. Te adaptas y sigues pero cuesta más, ¿cómo no va a resultar duro aceptar y tolerar un sentimiento del que ni siquiera conoces su nombre? Por eso escribí esta entrada con aflicción, pensando en lo terrible que debe ser la existencia para el pequeño porcentaje de seres humanos que no pasaron por algo similar. Porque conseguir lo que uno quiere con facilidad y sin obstáculos nos hace tener una percepción equivocada, nos lleva a pensar que nos merecemos cualquier cosa que queremos y que todo está a nuestro alcance esperando a que lo tomemos sin más. Y lo tomamos, muchas veces sin reparar en el precio y algunas sin ser conscientes de lo alto que este puede llegar a ser. Pensar que el éxito depende exclusivamente de nuestras capacidades y buscar cien mil culpables cuando las cartas no vienen bien dadas es un infierno infinitamente más aterrador que el desengaño de un niño de diez años descubriendo que nunca será como Michael Jordan. Por eso os compadezco, Etxebarrías y cías, porque deberíais ser extremadamente agradecidos con vuestro público y preguntaros que hacéis mal cuando no vendéis lo que esperáis. Deberíais ser conscientes, Alejandros y cías, que vuestro éxito depende del beneplácito de la gente a la que maldecís y no de vuestra magnificencia.

3 comentarios:

  1. Yo quería ser espía o agente secreto. Futbolista, peliculero... Luego, médico. Después, abogado. Y al final... pues na. Un abrazo del Tocapelotas.

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  2. Y yo ganar el premio nobel por descubrir la vacuna contra el cáncer....jajjajjajja...bendita e ignorante inocencia

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  3. Existirá la cruda realidad para los ricos o será un placer únicamente al alcance de unos muchos?

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